domingo, 20 de noviembre de 2011

Dos. Música era él.

Nadie lograba sacarme de aquel rincón. Lo habían intentado, pero todas las tentativas se habían quedado en eso, en empeños rotos por la sombra de una tristeza que arrastraba desde hacía tiempo. Nadie había podido arrancar aquel fantasma que me perseguía... hasta que apareció él y cogió mi mano.


La música empezó a sonar. Y sin saber cómo, nos vimos bailando en medio de aquella habitación. Sin prisa, como si quisiéramos congelar aquel momento, y frenar el cruel e imparable compás de la vida que nos había llevado hasta ese lugar, hasta ese instante. Sonreíamos, y el dolor parecía quedar atrás. Cerré los ojos y me dejé llevar. Las notas de aquella canción, las más bonitas que jamás había escuchado, eran de las que llegaban para quedarse, imperturbables ante el olvido. De aquellas que siempre permanecen en el recuerdo.


Música era él.


Pero las luces se apagaron, y nuestros pies se detuvieron. La melodía que había traído consigo, aquella que llevaba grabada la palabra ‘felicidad’ dentro de sí, desapareció. Y al abrir de nuevo los ojos, caí en la cuenta de que volvía a estar en el rincón entonces, el de siempre. No pude evitarme echarme a llorar. Me senté en el suelo, y me encerré en mí misma.


Encogida, en aquel recoveco, ya no escuchaba nada. Silencio. Nada más que silencio, aunque mentiría si escondiera que alguna que otra vez los susurros de su música se resistían a marchar. Era entonces cuando, sin poder controlarlo, tatareaba aquella canción; cuando caía en la cuenta de que nunca podría olvidarle. A él, y a todos y cada uno de los momentos que, rozando lo inconsciente, me había regalado.



· · ·



Slow dancing in a burning room - John Mayer. Canción que me llegó a través de alguien muy grande en esto de la música. Gracias.

Uno. Radiografía.

Soy incansable. En serio. Podría pasarme horas y horas de un lado para otro y seguir manteniéndome en pie sin ningún problema. Sin tan siquiera perder el equilibrio. Sin miedo a caer. Tengo manías que, en ocasiones, son incomprensibles para los demás, incluso para aquellos que más me conocen. Sueño despierta... siempre despierta. No quiero perderme nada del mundo que rodean las paredes de mi cabeza. Lo empiezo todo por el final, y sucede hasta cuando leo un periódico. Última página, y hacia atrás.


Soy de las personas que dan mil vueltas en la cama, y rara es la mañana en que no me levanto abrazada a las sábanas de forma más que caótica. Supongo que tiene que ver con que el desorden manda en mi vida. Y aún así, soy extremadamente perfeccionista. Hasta tal punto que tardo bastante tiempo en perdonarme mis propios errores, a diferencia de lo que sucede cuando los demás se equivocan conmigo o me hacen daño. Odio el rencor, y no me cuesta perdonar. Sí, creo firmemente en las segundas oportunidades. Perfeccionista, sí, pero terriblemente imperfecta. Fallo constantemente y nunca aprendo. Caigo, caigo y caigo, y tropiezo en la misma piedra una y otra vez, aunque son pocas las veces que no he sabido levantarme y volver a intentarlo. Porque cosas imposibles hay muy pocas, y nadie puede permitirse el lujo de dejar de luchar. Nunca.


Soy impulsiva. Mucho. A veces hago las cosas sin pensarlas, y por ello no siempre salen bien. Uno de mis mayores defectos es dejar que las cosas me afecten demasiado, aunque en realidad soy más fuerte de lo que creo, y aunque con los años se ha demostrado, aún hay días en los que puedo llegar a sentirme la persona más pequeña del mundo.


Soy auténtica. Auténticamente loca. Y transparente. Dulce, pero con carácter. Y también en los momentos en que sólo quisiera llorar, saco fuerzas de donde no las hay y no me importa regalar sonrisas a las personas que me importan. No soporto que los demás tengan que aguantar las consecuencias de mis días malos, aunque no siempre logro mantenerlos al margen.


Sufro a menudo el ‘Síndrome de echar de menos’, y entonces no entiendo ni de distancias ni de tiempo. Tengo miedo a las serpientes... y a la muerte. También a la soledad, aunque haya días en que llego a querer estar sola. Porque no siempre estar rodeada de gente significa no estarlo. Me pone nerviosa el tic-tac de un reloj en medio del silencio, y cuando no hay nadie en casa, suelo poner la música a todo volúmen y me pongo a cantar. Dejarse llevar. Sí. Y hablo. Mucho. Muchísimo. Puedo pasarme horas y horas hablando sin callarme, aunque siguen habiendo cosas que me dejan sin palabras.


Me gusta la lluvia, y también la primavera. Me gusta el fútbol. No. Rectifico. Me encanta el fútbol. También Leo Messi, lo suyo con el fútbol es magia, es amor eterno, aunque tengo que reconocer que Thierry Henry me tiene ganada. Audrey Hepburn es la persona a la que me hubiera gustado parecerme, eso sin tener en cuenta a papá. Ojalá algún día llegue a ser la mitad de lo que es él. De tener algo pendiente, eso es, sin duda, ir a Roma, de la que estoy enamorada sin haber puesto un pie ella nunca hasta ahora. Y por creer, creo que todos los momentos de mi vida, los buenos y los no tan buenos, pueden ser reflejados en la letra o en la melodía de cualquier canción. La música... y los silencios. Quizás la manera más expresiva de decirlo todo.


Y escribir... creo que me sería jodidamente difícil vivir si no escribiera. Es la única forma que he aprendido y que se me da mínimamente bien para sacar todo aquello que tengo guardado en algún lugar de mí. Me da igual dónde, con qué, por qué o cómo. Necesito escribir constantemente. Sobre un papel o en mi cabeza. Qué más da. Pero no puedo dejar de hacerlo. Es mi pequeña gran obsesión. Adoro las palabras. La que más, ‘sonrisa’.


Vivo cada día como si fuera una historia, y soy tan impredecible como espontánea, aunque ello no quiera decir que no haya un guión que intento no olvidar.


Pero sobre todo, tengo una debilidad. Tú.

Cero. El por qué.

Vivir es como escribir. De nada sirve hacerlo rápido si no vas a dejarte la piel en ello, si no vas a disfrutar haciéndolo; si al final, el resultado no es el que tú quieres, el que tú imaginas, o si te queda el remordimiento de haberte dejado en el camino o en las páginas anteriores. Todo lleva su tiempo: también escribir, también vivir.

Es indispensable hacerlo para hacer las cosas bien. Lo que se hace a contrarreloj nunca funciona, y vivir demasiado rápido sólo está al alcance de aquellos que no saben fijarse en los pequeños detalles, aquellos que hacen que una historia valga la pena. Aquellos que hacen que la vida, si se sabe vivir bien, sea tan y tan bonita. Con sus buenos y sus malos momentos, sí, pero al fin y al cabo, bonita. Como una buena historia. No todos los párrafos van a dejarte sin respiración, ni todos van a ser nefastos.

Porque la vida es como una historia. Hay que saber bien dónde poner un coma, en qué momento debemos tomarnos una pausa para pensar dónde estamos y qué hacemos, de dónde venimos y a dónde vamos, a quién queremos y a quién nos gustaría olvidar. O dónde poner un signo de exclamación o uno de interrogación, para saber qué instantes son los mejores para mostrar aquello que sentimos, aquello que nos preguntamos, intentando buscar respuestas que no siempre alcanzamos. Y qué importante es saber distinguir el momento en el que hay que poner un punto y seguido, tres puntos suspensivos…o un punto y final. Y es que del “ha pasado esto, y ahora pasará tal”, al “se acabó, no hay vuelta atrás”, pasando por el “qué hubiera pasado si…” hay mucho trozo. A veces, demasiado.

Porque en la vida, como en todo aquello que escribimos, no todos los comienzos felices acaban bien, ni todos los malos primeros pasos acaban mal: también hay historias tristes que acaban sonriendo, historias que sonríen y terminan por llorar. Porque los libros guardan las palabras, y nuestros corazones, los recuerdos.

Y por que todo lo que escribimos no es más que el reflejo de aquello que alguien piensa, siente, dice o escribe. Y porque al fin y al cabo, cualquier persona se convierte en la escritora de su vida.